Navidad

Cuando ella apareció, fue uno de esos momentos en que se producen esas pequeñas o grandes revelaciones, y supe que algo iba a pasar. Aunque ni siquiera podía decir que me gustaba demasiado.
La miré deslizarse entre la gente, siempre una copa en la mano, riéndo, gesticulando un poco exageradamente, dejando escapar algún grito agudo ante los fuegos artificiales. Después la perdí de vista, y me dediqué a vaciar botellas y palmear la espalda de viejos desconocidos.
Al final de la noche, cuando empezaba a amanecer, la encontré. Estaba sentada, mojando sus pies en la piscina, mirando fijamente hacia la nada. Seria, un poco despeinada, triste. El viento le volaba los cabellos y el vestido. Se veía tan hermosa, que pensé si la visión no sería efecto de tanto alcohol; por eso me quedé largo rato observando, esperando que se desvaneciera, o que el hechizo desapareciera. Pero no, siguió allí.
Iba a acercarme, pero otro me ganó la mano. Un tipo bronceado de camisa blanca, todavía impecable. Le dijo unas palabras, ella tardó unos segundos en reaccionar, después lo miró y sonrió. Él se puso de cuclillas a su lado y, luego de un breve diálogo se incorporó ofreciéndole su mano. Todo un caballero.
Pasaron por mi lado mientras se dirigían a la puerta de salida. Pude sentir su perfume, observar de cerca sus ojos oscuros y profundos, hasta fui acariciado por el roce de su vestido. Demasiada tristeza en ese rostro. Ahí radicaba toda su belleza. La llevaba oculta tras una máscara de risas y gestos falsos, pero, en algún momento de la noche, la había dejado caer.
Sentí rabia por no ser yo el que fuera a desvestirla en un momento. A lamerle las heridas. A beber sus lágrimas. A morder su sonrisa melancólica.
¿Podría yo con tanto sentimiento?
Tal vez era demasiado para mí. Tal vez el único que podía tolerarlo era un tipo bronceado, de camisa impecable, de esos que nadan solamente en la superficie.
Grité algo así como que mi copa estaba vacía, pero nadie pareció escucharme. Tal vez era hora de que yo me marchara.
Dí media vuelta, y allí fue cuando la ví. Bailaba suavemente, descalza, sobre las piedras del estacionamiento casi vacío. Sus movimientos eran extraños, pero hermosos, y las puntas filosas habían abierto ríos diminutos y rojos bajo sus pies.

Un amanecer

Él dijo que no quería nada conmigo. Dijo: "es que hay algo especial, precisamente por eso".
No lo entendí, sabía que yo le gustaba lo suficiente y que, a pesar de, estaba allí, conmigo.
"Esto pasa desde siempre", dijo después.
Entonces recordamos otros momentos, cuando el paso del tiempo no nos apuraba y teníamos toda la vida por delante. A veces, en alguna ocasión, nuestras manos habían llegado a un milímetro de rozarse, pero sólo hasta ahí. Algo nos detenía.
"No quiero que esto deje de ser todo lo que es", me dijo.
Que esto deje de ser todo lo que no es. Que nada deje de ser lo que es.
Pensé en una burbuja flotando por el aire. Si alguien la toca, desaparece.
Afuera el cielo empezaba a ponerse claro y la brisa refrescaba de una manera agradable.
Acerqué lentamente mi mano hacia la suya y cerré los ojos. Todo podía pasar...
Pero nada nos detuvo ahora y, afuera, el cielo siguió poniéndose cada vez más celeste.
Entonces llegaron los besos que nunca nos habíamos dado.

Equivocarse.

Esta mañana desperté con una extraña sensación, pero que, sin embargo, reconocía como de algún tiempo lejano. Cuando ví la ropa tirada en el piso de la habitación, ahí recordé.
Era uno de esos momentos en que un gran error baila delante de nuestras narices y se nos viene encima con todo su cargamento de culpas y castigos.
Un buen café podía ayudar a despabilarme, y así ver las cosas con más claridad. Pero, ¿para qué quería claridad luego de tamaña equivocación?
Lo mejor era seguir durmiendo.
Me tapé para desaparecer del mundo. Las sábanas enredadas dejaron libres mis pies.
Entonces, me invadió el perfume que había quedado sobre la almohada.
Y recordé. Y recordé. Y volví a recordar.
No hay caso. A veces vale la pena equivocarse.