Puede ser un extraño papá. Ella lo mira en silencio y trata de imaginar
como es que se verá el mundo a través de esos ojos tan azules. Después
piensa que él no sirve para traer el desayuno a la cama. Que vuelva mamá
de trabajar.
Otras veces es distinto. Las mañanas son luminosas, entra el sol por las
persianas y se siente tibio, y da gusto levantarse. Aunque mamá no
esté. Se escuchan los ruidos de la calle, la chica que limpia barriendo
los pisos, y los pájaros. Papá lee sentado en el sillón. Ella se asoma y
lo espía. Entonces juegan. Él finge no verla mientras pasa las hojas y
ella se va acercando. Ahora se debe hacer el sorprendido. Si la sienta
en la falda, tal vez le cuente una historia. Si no, probablemente
le diga que camine diez vueltas en puntas de pie alrededor de la
alfombra del living. Ella le obedece y pasea mirando las flores
amarillas de su camisón.
Más tarde saldrán a caminar, y papá le va a comprar un payaso que cuelga
en la pared de una juguetería. Ella le muerde la naríz de goma y se da
cuenta que no sabe a qué jugar con un payaso. Mientras tanto, él se
agacha sobre la cuna de la hermana y le canta en francés.
Papá se ríe finito, tiene bigote y lee todo el tiempo. Hasta que el
libro se cae de sus manos y queda abierto sobre la alfombra del piso.
Ella se esconde. Quiere que todo sea mentira, como en sus juegos. Pero
sabe que no. Papá está muerto.
Fantasmas de París - Pont Neuf
-No tengo mucho tiempo- pensó mientras
se levantaba y, apurada, comenzaba a guardar en un bolso la ropa dispersa.
Bajó corriendo las escaleras y casi
tropezó con el portero, que la saludó en ese extraño idioma, el cual, a pesar
de llevar varios meses en el lugar, no lograba todavía aprender.
Caminó apurada por la vereda, esquivando
turistas y vendedores de crêpes, cruzó las calles sin mirar y llegó al puente.
Abajo, el río corría incansable. O, tal
vez, resignado a su suerte de nunca parar.
Resignarse.
Suspiró, apoyó el bolso en la baranda de
piedra y abrió el cierre.
La ropa voló un momento antes de ser
tragada por el río. Sintió el vértigo, ella también desaparecía en ese remolino
verde.
Las lágrimas habían mojado su cara. Pero
no sentía tristeza; eran de ganas de reír, reír sin parar, de gritar, un
alarido profundo y viejo que se apretaba en su garganta esperando salir.
-La gente va a pensar que estoy loca.
Pero, tal vez.
Se sostuvo con fuerza y cerró los ojos.
Abrió su boca y lo dejó salir.
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