Encuentro.

Llego puntual, pero Ana ya está allí. Como siempre. Le gusta ser la primera en todo.
Hace bastante que no nos vemos. Se levanta para saludarme y dice algo así como estás igual, pero no quiero preguntarle igual a quien, ni tampoco si eso es algo bueno o malo. Una nunca sabe.
Nos sentamos, aparece el mozo y le decimos que esperamos a alguien más. Pero Paula ya está allí, la saludamos mientras el hombre nos mira con fastidio y pedimos algo para tomar.
-¡Qué bueno que al fin nos pudimos poner de acuerdo!- dice Paula.
Las demás asentimos. Después de varios meses de intentos frustrados, llegamos a coordinar la hora del almuerzo para tener este encuentro de viejas amigas.
Rápidamente nos ponemos al día con nuestro estado sentimental (simplemente "sola", "con alguien", "con novio", o "sola, con alguien de novio"), y brindamos con los vasos de agua mineral que nos trajo el mozo.
Entonces algo empieza a vibrar sobre la mesa. Es el celular de Paula. Lo levanta y sonríe.
-Perdón, es importante- dice, y empieza a mover rápidamente sus dedos sobre el teclado. Es fascinante, nunca pensé que alguien pudiera escribir con esas diminutas teclas a tanta velocidad.
Giro mi cabeza para hablar con Ana, entonces, pero la encuentro también abstraída en el dichoso aparatito.
-...y como te decía, estoy viendo la posibilidad de cambiar de trabajo...- dice mientras mantiene la vista fija en la pantalla.
Creo que me está hablando a mí, así que dejo escapar un tímido "ajá", por las dudas de no ser la destinataria de sus palabras. Tal vez tiene un aparato super moderno que permite hablar mirando al interlocutor y yo sólo interrumpo su charla.
Sigue hablando, mientras, con cara de enojada, empieza a escribir un mensaje. Es verdad eso de que las mujeres podemos hacer más de dos cosas al mismo tiempo.
Me entretengo mirando la gente que pasa a nuestro lado. Una mujer con un enorme y gordo labrador se sienta en la mesa de al lado. El pichicho busca la sombra debajo de la mesa y se acuesta sin dejar de mover la cola. Toc, toc, toc, se siente mientras golpea la pata de una silla.
-¡No, no, no!- grita de pronto Ana.
El perro se sobresalta, levanta la cabeza y luego vuelve a su posición.
Miro a mi amiga con preocupación. Murmura algo, enojadísima, mientras empieza a marcar un número. Después, se da vuelta para hablar.
Paula sigue con su increíble gimnasia dactilar sin dejar de sonreir. De vez en cuando, sin despegar la vista de su celu, levanta el vaso, le da un sorbo y vuelve a dejarlo en su sitio.
No quiero sentirme excluída. Abro la cartera y busco mi telefono. Es dificil encontrarlo entre tantos papeles, llaves, lapiceras y otras cosas. Probablemente quedó olvidado, como tantas veces, sobre la mesa de luz.
Vuelvo mi antención al perro, que ahora está sentado, mirando con unas ganas terribles la hamburguesa que está comiendo un chino en una mesa vecina. Lleva un collar rojo del que cuelga un corazón plateado con algo grabado. La dueña lee el diaro. De vez en cuando lo mira de reojo, y, en una de esas, también me mira a mí.
-Que lindo, ¿cómo se llama?- le pregunto.
-Kevin Costner- responde.
-¿Cómo el actor?, ¿de verdad?
Sonríe y asiente.
-Es una larga historia...-.
La mujer regresa a su lectura, y yo a la mesa donde mis amigas siguen en sus mundos electrónicos.
Termino el agua y empiezo a contar las baldosas que hay hasta la vereda. Pero es difícil, los límites se confunden entre la gente que pasa y la distancia.
-¿Y vos seguís en tu trabajo?..., ¡hey!, ¡nena! ¿En qué planeta estás?
Es Paula. Y me está hablando a mí.
Voy a empezar a hablar, cuando Ana se da vuelta sosteniendo con furia el aparato.
-¡No puedo creer que la gente sea tan imbécil!- dice, tal vez un poco mas fuerte de lo que a mí me resulta cómodo-. Parece que los de arriba se pusieron de acuerdo para contratar a todos los boludos que andaban dando vueltas...
Voy a intentar decir algo, pero ella se levanta y empieza a buscar con la vista. Al fin hace una seña y veo al mozo acercarse.
-Ahora tengo que ir a arreglar todo yo, como siempre. El día que me vaya se van a volver pelotudos, ya van a ver los pajeros.
Mientras me digo que si el nuevo trabajo al que aspira mi amiga exige como punto extra vocabulario de hincha de fútbol ante un penal mal cobrado en contra de su equipo, ella va a tener todas las de ganar, el mozo trae la cuenta.
Paula saca su billetera.
-Si, yo también mejor me voy- dice.
Dividen por tres, entregan su parte y, mientras me miran con cara de apuro le digo al hombre que a lo mío lo pago después. La hamburguesa del chino me dio hambre y empiezo a considerar la posibilidad de aprovechar con una el tiempo libre que me queda.
Mis amigas se levantan, me saludan, se saludan.
-Que bueno vernos- dice Ana antes de pegar la vuelta.
-Si, tenemos que repetirlo- dice Paula girando hacia el otro lado.
Parece que Kevin Costner intuye lo que estoy pensando. Se acerca despacio y se sienta junto a mí. Luego, apoya su pata sobre mi falda. Le acaricio la cabeza y el toc toc de su cola se hace más fuerte y rápido.
-¡Kevin Costner!, ¡venga para acá!
La mujer me mira con cara de disculpa, pero le hago señas de que todo está bien.
-Es terriblemente mimoso- dice-. Si le das bolilla, perdiste.
Kevin ladra un par de veces, como para confirmar las palabras de su dueña, que deja el diario sobre la mesa y sonríe.
Llamo al mozo. Voy a pedir esa hamburguesa. Tal vez la comparta con Kevin Costner. Y tal vez, su dueña, me cuente la larga historia del nombre.

Mi mejor recuerdo

Para que no me olvides, decidí regalarte el más hermosos de todos los recuerdos.
Por eso, durante varias noches busqué el lugar en el estaba escondido un viejo mapa, donde se dibujaba el camino correcto. Cuando lo encontré, a pesar de la lluvia, salí apurada para poder llegar antes de que te fueras. No importaron mis cuidados, el agua mojó el papel que empezó a despedazarse entre mis dedos y el viento se encargó de hacer volar la última parte sana. De todas formas seguí, aunque los dioses me amenazaban desde el cielo y la noche se hacía cada vez más noche. Caminé sin pausa mientras mis pies se hundían en el barro y las agujas del frío me lastimaban con pinchazos invisibles. Más tarde, me arrastré por las sombras, intentando esconderme del sol quemando desde arriba. Corrí una carrera imposible con el tiempo y los fantasmas de amaneceres templados.
Pero pude llegar antes de tu partida.
Cansada, sin tiempo de arreglar mis ropas, corrí a tu lado a entregarte el regalo:un pequeño atado, mi mejor recuerdo envuelto en las hojas más verdes y suaves que pude encontrar en el camino. Me abrazaste, y, sonriendo, dijiste gracias. Hablaste de todo lo maravilloso que más allá te esperaba, de nombres desconocidos y un cielo de estrellas diferentes. Levantaste tus cosas y, sin mirar hacia atrás, empezaste tu camino.
Te observé, cada vez más lejos, hasta que sólo eras un punto al final del camino y te tragó el horizonte.
Entonces miré hacia mis pies, y ví allí tirado el pequeño atado de las hojas más verdes y suaves.
Mi mejor recuerdo había quedado olvidado.

Mariposas


-Todos piensan que las mariposas son bonitas- dijo ella. Cerró los ojos y abrazó la almohada, mientras apoyaba allí la cabeza-.Pero, en realidad, son gusanos disfrazados.
Él la miró. Sus cabellos caían algo desordenados sobre la sábana, algún mechón le cruzaba la cara como queriendo esconderla. Pensó que era hermosa con la luz del sol de la mañana dibujándole el rostro. Incluso eran lindas las marcas del cansancio, oscuras, bajo sus ojos.
-Gusanos- repitió, y suspiró con fastidio-. Lo sé porque yo también soy una de ellas.

Calle.

Alguien que cierra una puerta.
Un auto verde mal estacionado y la chica escribiéndole una multa. Bocinazos, un grito y un motor que apura un lamento.
Un perro que mea la pared y deja una mancha que se convierte en un charco amarillento desarmándose a mis pies.
La señora con la bolsa de los mandados que conversa con otra de ruleros y pañuelo. Están caros los tomates.
Un adolescente que se condena a la sordera con la cumbia que llega también a mis oídos desde sus auriculares.
Una pareja de la mano y él que se da vuelta para mirar el culo de una promotora mientras ella observa una vidriera.
Un chico que escupe, un viejo con el diaro bajo el brazo y gorriones que dan pequeños saltos.
El sol del mediodía quema las pieles, varios miran sus relojes y se cruzan a la vereda de la sombra.
Entonces, llega el viento. Se pasea un rato entre nosotros, y, después, empieza a hacer volar los papeles.

Confieso.

Hice todo lo posible para olvidarlo, lo juro. Dejé de hablarle, escondí sus fotos, cambié mi teléfono y lo borré del facebook. Pero él se empeñaba en seguirme. Entonces, me cambié el color de pelo y compré una casa en un barrio lejano, pensando que nuevo aspecto y mudanza, iban a despistarlo.
No hubo caso, de alguna manera, siempre encontraba la forma de aparecer. Escribía su nombre en mis papeles, ponía su cara en las caras de otros, dejaba oir su risa cuando abría las ventanas, hacía con nuestros recuerdos guiones de películas y canciones que pasaban por la radio. Además de todo eso, dejó en la puerta un perro rabioso, listo para morder a cualquiera que se me acercara.
Decidí encerrarme, dispuesta a ignorarlo, pensando que mi indiferencia terminaría por cansarlo. Trabé las puertas y tiré las llaves a la basura, cerré las ventanas, corrí las cortinas, y desenchufé la radio y la televisión. Ahí fue cuando empezó a colarse en mis sueños, contando en mi oído historias felices que hacían que llorara cuando despertaba.
No pude más. Destrabé las puertas y corrí a la calle. Lo busqué sin suerte durante varios días, gasté mis zapatos, me llené de ampollas, y al fin lo encontré. Estaba sentado en la escalinata de una vieja catedral gótica, hermosos vidrios de color violeta dibujaban ángeles entre las fantasmales estatuas que salían de sus paredes. A pesar de todo, me miró con total indiferencia, y creo que ni llegó a darse cuenta que uno de mis dedos presionaba el gatillo.
Volví corriendo, pensando que ahora sí estaba libre.
Pero no.
Desde ese día, soy perseguida día y noche por un fantasma.

Media hora por día.


¿Qué es media hora de veinticuatro?, ¿treinta de mil cuatrocientos cuarenta? Nada. Sólo que a eso hay que restarle tiempo de sueño, trabajo, comida, viajes hasta destino... Horas interminables que terminan siendo aleteos de un mosquito. Desaparecen en el aire. Se escurren de entre los dedos como el agua. Y no queda nada... Pero no tenía ganas de discutir con el médico. Además, media hora para evitar perder la cordura, no parece demasiado.
Media hora de actividad placentera (y no, no es eso; aunque bien me lo podría haber recetado...) para evitar caer en mi miseria y abandonar así los antidepresivos. Basta de cerebro embotado y olvidos recurrentes. Agarrar la vida de las orejas y darle un buen beso en plena boca. Con lengua y todo. Aunque no guste. Aunque muerda. Con los labios sangrantes pintar un cuadro, tejer un sweater, andar en bici, escribir un cuento, saltar la cuerda, cantar "sempre líbera", plantar tomates y mirarlos crecer...
Media hora.
Treinta minutos.
Un montón de segundos que no tengo ganas de calcular. Porque llega la noche y pasó otro día, y, sin embargo, todavía sigo sin encontrarlos. Se me cierran los ojos y aún hay cosas por terminar. Platos sucios, escritos que se vencen, listas de supermercado, ropa arrugada, una montaña que crece ante mis ojos. Se eleva y me pasa. Me traspasa, me cubre, me aplasta.
La vida abre su boca, enorme, de dientes afilados, listos para masticar. Puedo sentir como crujen mis huesos y como, poco a poco, voy desapareciendo.
Sólo queda un fémur, tirado en el costado. La vida lo levanta y, mientras se recuesta contra la pared, lo utiliza para sacarse mis restos de la dentadura.

En otro lugar.


El viento del desierto no tiene piedad. Llega con toda la furia, descarga su enojo sacudiéndo los árboles, levantando la arena en un baile violento de hombre golpeador. Los cardos giran enloquecidos por las calles, en su maraña atrapan la basura que se escapa de las bolsas, y crujen sus ramas en gritos ahogados de protesta. Mientras tanto, cierro las ventanas; de todas formas, la arena encuentra siempre un hueco por dónde escaparse, y se deposita plácida sobre los muebles. El viento burlado agita los vidrios, y yo, con paciencia, dibujo sobre la mesa las letras de tu nombre.

Cotidiano

Como en varias de las anteriores, por la noche llovió. Pero ésta vez el ruido me había despertado. Primero fue el grito del viento, agudo, escalofriante, metiéndose por las rendijas de ventilación de la cocina; después, un rugido, una estampida. Las gotas golpeaban con fuerza las chapas del techo, y, más tarde, las piedras. Los relámpagos dejaban ver el patio y la calle cubriéndose de blanco.
A la mañana me dí cuenta que el viento había tirado el tendal con la ropa limpia. Ahora era un enredo de cables y trapos embarrados, una extraña escultura en la galería de cemento. Miré con resignación mientras sostenía la taza de café con leche, recién empezaba el día y ya estaba cansada. Todavía llovía.
La bocina del remís me avisó que tenía que apurarme, le grité a mi hijo que juntara sus cosas y salimos corriendo.
Otro día pesado en el trabajo.Y van...
Volvemos pasado el mediodía. Ya no llueve, pero el cielo sigue gris, pesado.
La perra araña la puerta, debe ser el olor a comida. Le grito a mi hijo que le ponga alimento. El plato está lleno de agua, él lo da vuelta y el agua se desparrama por el piso, pero está todo mojado, no se nota. Escucho el ruido del alimento cayendo contra la lata, después la puerta que se cierra y la televisión de fondo. Estoy en casa, pienso.
Mientras la comida se calienta, le grito al nene que ponga la mesa. Le grito porque está idiotizado frente al televisor. Algo dice mientras se levanta, seguro alguna protesta, pero no le vale de nada. Tiene que poner la mesa igual.
Por la ventana veo la gata que se acerca, quiere entrar, da vueltas cerca de la puerta del comedor, tiene algo en la boca. Me acerco, es una laucha. “Vení, mirá”.  Mi hijo deja los platos sobre la mesa y se para junto a mí. Nos quedamos en silencio observando. La gata nos mira y maulla con la boca llena mostrando su trofeo. Se sienta al fin, deja su presa en el piso y, de a poco, empieza a devorarla. Primero el cuerpo, después la cabeza, creo que hasta se escucha como crujen los huesos. La laucha va desapareciendo dentro de su boca. Al final sólo queda la cola, despreciada, un pedazo de nada sobre el cemento gris. La perra se acerca y huele, pero vuelve a su alimento balanceado. La gata se relame y nos mira del otro lado del vidrio, maulla insisitiéndonos en que la dejemos pasar. Mi hijo se ríe, y se vuelve para terminar de poner los cubiertos en la mesa. Pero ahora ninguno de los dos tiene demasiado hambre.