-No tengo mucho tiempo- pensó mientras
se levantaba y, apurada, comenzaba a guardar en un bolso la ropa dispersa.
Bajó corriendo las escaleras y casi
tropezó con el portero, que la saludó en ese extraño idioma, el cual, a pesar
de llevar varios meses en el lugar, no lograba todavía aprender.
Caminó apurada por la vereda, esquivando
turistas y vendedores de crêpes, cruzó las calles sin mirar y llegó al puente.
Abajo, el río corría incansable. O, tal
vez, resignado a su suerte de nunca parar.
Resignarse.
Suspiró, apoyó el bolso en la baranda de
piedra y abrió el cierre.
La ropa voló un momento antes de ser
tragada por el río. Sintió el vértigo, ella también desaparecía en ese remolino
verde.
Las lágrimas habían mojado su cara. Pero
no sentía tristeza; eran de ganas de reír, reír sin parar, de gritar, un
alarido profundo y viejo que se apretaba en su garganta esperando salir.
-La gente va a pensar que estoy loca.
Pero, tal vez.
Se sostuvo con fuerza y cerró los ojos.
Abrió su boca y lo dejó salir.