Cotidiano

Como en varias de las anteriores, por la noche llovió. Pero ésta vez el ruido me había despertado. Primero fue el grito del viento, agudo, escalofriante, metiéndose por las rendijas de ventilación de la cocina; después, un rugido, una estampida. Las gotas golpeaban con fuerza las chapas del techo, y, más tarde, las piedras. Los relámpagos dejaban ver el patio y la calle cubriéndose de blanco.
A la mañana me dí cuenta que el viento había tirado el tendal con la ropa limpia. Ahora era un enredo de cables y trapos embarrados, una extraña escultura en la galería de cemento. Miré con resignación mientras sostenía la taza de café con leche, recién empezaba el día y ya estaba cansada. Todavía llovía.
La bocina del remís me avisó que tenía que apurarme, le grité a mi hijo que juntara sus cosas y salimos corriendo.
Otro día pesado en el trabajo.Y van...
Volvemos pasado el mediodía. Ya no llueve, pero el cielo sigue gris, pesado.
La perra araña la puerta, debe ser el olor a comida. Le grito a mi hijo que le ponga alimento. El plato está lleno de agua, él lo da vuelta y el agua se desparrama por el piso, pero está todo mojado, no se nota. Escucho el ruido del alimento cayendo contra la lata, después la puerta que se cierra y la televisión de fondo. Estoy en casa, pienso.
Mientras la comida se calienta, le grito al nene que ponga la mesa. Le grito porque está idiotizado frente al televisor. Algo dice mientras se levanta, seguro alguna protesta, pero no le vale de nada. Tiene que poner la mesa igual.
Por la ventana veo la gata que se acerca, quiere entrar, da vueltas cerca de la puerta del comedor, tiene algo en la boca. Me acerco, es una laucha. “Vení, mirá”.  Mi hijo deja los platos sobre la mesa y se para junto a mí. Nos quedamos en silencio observando. La gata nos mira y maulla con la boca llena mostrando su trofeo. Se sienta al fin, deja su presa en el piso y, de a poco, empieza a devorarla. Primero el cuerpo, después la cabeza, creo que hasta se escucha como crujen los huesos. La laucha va desapareciendo dentro de su boca. Al final sólo queda la cola, despreciada, un pedazo de nada sobre el cemento gris. La perra se acerca y huele, pero vuelve a su alimento balanceado. La gata se relame y nos mira del otro lado del vidrio, maulla insisitiéndonos en que la dejemos pasar. Mi hijo se ríe, y se vuelve para terminar de poner los cubiertos en la mesa. Pero ahora ninguno de los dos tiene demasiado hambre.