Confieso.

Hice todo lo posible para olvidarlo, lo juro. Dejé de hablarle, escondí sus fotos, cambié mi teléfono y lo borré del facebook. Pero él se empeñaba en seguirme. Entonces, me cambié el color de pelo y compré una casa en un barrio lejano, pensando que nuevo aspecto y mudanza, iban a despistarlo.
No hubo caso, de alguna manera, siempre encontraba la forma de aparecer. Escribía su nombre en mis papeles, ponía su cara en las caras de otros, dejaba oir su risa cuando abría las ventanas, hacía con nuestros recuerdos guiones de películas y canciones que pasaban por la radio. Además de todo eso, dejó en la puerta un perro rabioso, listo para morder a cualquiera que se me acercara.
Decidí encerrarme, dispuesta a ignorarlo, pensando que mi indiferencia terminaría por cansarlo. Trabé las puertas y tiré las llaves a la basura, cerré las ventanas, corrí las cortinas, y desenchufé la radio y la televisión. Ahí fue cuando empezó a colarse en mis sueños, contando en mi oído historias felices que hacían que llorara cuando despertaba.
No pude más. Destrabé las puertas y corrí a la calle. Lo busqué sin suerte durante varios días, gasté mis zapatos, me llené de ampollas, y al fin lo encontré. Estaba sentado en la escalinata de una vieja catedral gótica, hermosos vidrios de color violeta dibujaban ángeles entre las fantasmales estatuas que salían de sus paredes. A pesar de todo, me miró con total indiferencia, y creo que ni llegó a darse cuenta que uno de mis dedos presionaba el gatillo.
Volví corriendo, pensando que ahora sí estaba libre.
Pero no.
Desde ese día, soy perseguida día y noche por un fantasma.