Media hora por día.


¿Qué es media hora de veinticuatro?, ¿treinta de mil cuatrocientos cuarenta? Nada. Sólo que a eso hay que restarle tiempo de sueño, trabajo, comida, viajes hasta destino... Horas interminables que terminan siendo aleteos de un mosquito. Desaparecen en el aire. Se escurren de entre los dedos como el agua. Y no queda nada... Pero no tenía ganas de discutir con el médico. Además, media hora para evitar perder la cordura, no parece demasiado.
Media hora de actividad placentera (y no, no es eso; aunque bien me lo podría haber recetado...) para evitar caer en mi miseria y abandonar así los antidepresivos. Basta de cerebro embotado y olvidos recurrentes. Agarrar la vida de las orejas y darle un buen beso en plena boca. Con lengua y todo. Aunque no guste. Aunque muerda. Con los labios sangrantes pintar un cuadro, tejer un sweater, andar en bici, escribir un cuento, saltar la cuerda, cantar "sempre líbera", plantar tomates y mirarlos crecer...
Media hora.
Treinta minutos.
Un montón de segundos que no tengo ganas de calcular. Porque llega la noche y pasó otro día, y, sin embargo, todavía sigo sin encontrarlos. Se me cierran los ojos y aún hay cosas por terminar. Platos sucios, escritos que se vencen, listas de supermercado, ropa arrugada, una montaña que crece ante mis ojos. Se eleva y me pasa. Me traspasa, me cubre, me aplasta.
La vida abre su boca, enorme, de dientes afilados, listos para masticar. Puedo sentir como crujen mis huesos y como, poco a poco, voy desapareciendo.
Sólo queda un fémur, tirado en el costado. La vida lo levanta y, mientras se recuesta contra la pared, lo utiliza para sacarse mis restos de la dentadura.